jueves, 9 de abril de 2009

BORGES Y LA ETERNIDAD


Por Jaime Malamud Goti
Cómo nos enseña Borges que la eternidad no es tan buena idea: En recuerdo de Carlos Nino1
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El compromiso de Carlos Nino con la Filosofía es bien conocido como lo es también el culto que profesó por el debate en la vida pública y privada. Tal y como fuera concebido por Nino, este culto consistía en un frecuente y extendido intercambio de razones del cual el propio Carlos Nino salía airoso siempre. Carlos Nino creía en la virtud de deliberar -desmedidamente, a mi modo de ver- y en la suprema dignidad de las razones. Amaba también la literatura. Esta última pasión es por cierto menos conocida como lo fue su predilección por la obra de Jorge Luis Borges. Además de los temas filosóficos, los cuentos y poemas de Borges le brindaron a Nino otro campo para debates entusiastas con amigos de entre los que recuerdo a Genaro Carrió y a Martín Farrell. De estas, suelo evocar una discusión callejera que Carlos Nino y yo mantuvimos una mañana. Versaba sobre el juego de Borges con cierto esencialismo y en la que lo más probable es que Carlos se quedara con la última palabra. Sea como fuera el resultado, lo cierto es que esa mañana debatimos por la calle Santa Fe sobre la posible coincidencia de dos poemas. Uno comenzaba con las "…palabras del/ idioma en que alguien o algo, noche y día,/ escribe esta infinita algarabía/ que es la historia del mundo…Detrás del nombre hay lo que no se nombra…2" El segundo rezaba: "Si como el griego afirma en el Cratilo/El nombre es arquetipo de la cosa/ Detrás de la palabra rosa esta la rosa/ Y todo el Nilo en la palabra Nilo…3" Como en tantas otras, esta discusión quedó sin resolver y es por esto que, después de darle vueltas al tema, decidí dedicarle a Nino este breve ensayo sobre Borges y la Eternidad. Lo hago por su recuerdo pero también, aunque menor medida, por mí mismo. Creo que es justo dedicarlo al recuerdo de Carlos Nino porque, con su habitual alegría, él se hubiese volcado ahora a discutir las implicancias filosóficas de la inmortalidad en los cuentos de Borges. En lo que a mi respecta, el tema me parece el apropiado porque se trata de la eternidad y sólo en la eternidad puedo adjudicarme la posibilidad de que Carlos Nino me conceda la razón.
1 La idea central de este trabajo es producto de un seminario que dicto con Leo Pitlevnik sobre Borges y la suerte. Es parte de un vago y difícil proyecto común no declarado sobre Borges, la significación y el infinito. Todas las citas de Borges son tomadas de la edición de sus Obras Completas de EMECé, 1974. Inserto la fecha de publicación de la obra original y las páginas correspondientes a la versión indicada de las Obras Completas.
2 Del poema, Una brújula, El otro, el mismo (1964) p. 875.
3 De el poema El Golem en El otro el mismo, El Otro, El Mismo, 1964 (p.885.)
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En sus cuentos, Borges nos enseña que un laberinto y un desierto tienen en común el hecho de que la orientación es imposible en ambos. No hay en ellos una sola forma que no repita a otras inacabablemente. De la misma manera en que un rey está extraviado en un desierto infinito, otro, igualmente desafortunado, deambula extraviado por el laberinto. Ni el desierto sin fin ni el laberinto permiten al huésped encontrar puntos que le refieran cómo salir y, por lo tanto, no hay en ellos nada que tenga significación.4 Borges sugiere que el universo que habitamos es en realidad un laberinto que contiene continentes, ciudades y arboledas, y en los que estamos destinados a errar sin término ni rumbo. Es sólo el mundo que nos fabricamos –para llamarlo de alguna manera- el lugar donde nuestra vida encuentra orientación. Es aquel espacio donde los diferentes puntos adquieren significado.
Los cuentos de Borges sugieren esta distinción entre universo y mundo de acuerdo con la cual el primero no sólo no contiene al último sino que ambos aparecen en franca oposición. En el universo, lo que hacemos resulta indiferente ya que en un tiempo inagotable todos los hechos se repetirán indefinidamente. El mundo, el tuyo –y el mío también- es un mundo muy limitado que defraudará nuestras expectativas. Es irrazonable, injusto y desconcertante pero él es, en definitiva, el tejido de significados que cada uno ha urdido para encontrar un rumbo. En los cuentos de Borges, esta significación aparece, con frecuencia, construida sobre el sacrificio y la traición . Más allá de este mundo -y en contraste con él- se extiende el universo que es el desierto, el laberinto y el juego de los espejos que repiten infinitamente la misma imagen. Encontrar sentido aquí es un imposible.
De esta manera, los cuentos de Borges nos proponen una nueva y apasionante concepción de la suerte. Mientras que es lo habitual identificarla como el opuesto del control de la voluntad5 , Borges nos sugiere otra versión. En los cuentos de Borges, la suerte sólo puede existir en el mundo, no en donde nada tiene sentido. En el infinito, donde nuestra vida no tiene dirección, la suerte no puede encontrar un lugar porque resulta irrelevante lo que hagamos: deambularemos por una infinita biblioteca,6 seremos premiados y castigos por mandato de la Lotería.7 Como Funes, recordaremos también, sin poder discriminar cada nervadura de las hojas que el viento depositó frente a nosotros.8 Todo esto es la sustancia de la que está hecha un universo sin significación. En él podremos elegir pero la decisión no importa porque no puede conducirnos fuera del laberinto. Con la aparición de lo que llamo el mundo y que es el mundo de la significación, la suerte ocupa un espacio central ya que allí nuestras decisiones y sus consecuencias se nos aparecen como irreversibles. El peso de esta significación es crucial
4 A propósito del cuento "Los dos reyes y los dos laberintos" (El Aleph, 1949) p. 607.
5 El ensayo de Thomas Nagel , Moral Luck, (en Thomas Nagel, Mortal Questions, 1979 Cambridge ( y el mío propio, Rethinking Punishment and Luck, en Tulsa Law Review, Vol. 39, Summer 2004, No. 4) oponen la suerte a la idea de merecimiento. El de Bernard Williams (Moral Luck, en Bernard Williams, Moral Luck, 1981, Cambridge, p. 20) introduce una noción más independiente de lo que es la suerte en tanto apunta a destacar su relevancia en la Justificación de la vida que elegimos..
6 Ficciones, 1944 (p. 465.)
7 Ficciones 1944, (p. 456.)
8 Artificios 1944. (p. 485.)
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. La cuestión de la suerte en Jorge Luis Borges merece un examen muy cuidadoso pero aquí apunto a otra cuestión a mi juicio crucial en sus cuentos: mientras no existe la suerte en el infinito, en la inmortalidad, no es posible nuestro mundo sin ella.Aquí me importa la eternidad comienzo con la conocida historia de la desobediencia y la pérdida del Paraíso. en algunos cuentos de Borges bajo la forma de la supuesta traición de Loewenthal en Emma Zunz9 y, en la Forma de la Espada.10 de la cobarde deslealtad de John Vincent Moon. Es también el posible sacrificio que Kilpatrick ha escogido para Irlanda en El Tema del Traidor y del Héroe1112
Como es bien sabido, la desobediencia en el Edén tiene para Adán y Eva consecuencias en apariencia contingentes. Con esto quiero decir que estas no parecen relacionarse entre sí: aprender del Árbol de la Sabiduría, el destierro del Paraíso y la sentencia de muerte de Adán y Eva (y de su progenie.) De allí en adelante, todos seremos mortales. La pérdida de la inmortalidad de Adán y Eva y la vergüenza de exhibir sus genitales resultan ser para muchos, Mark Twain entre ellos,13 una serie de males punitivos impuestos por Dios.14 Sin embargo, en mi intento de observar el mundo como hace Borges, pienso que, al margen del hecho de la desobediencia y la expulsión del Paraíso, hay algo extremadamente a-punitivo respecto de las otras consecuencias que padecen Adán y Eva. Agrego que, lejos de ser resultados de la arbitrariedad de Dios, la pérdida de la inocencia, la experiencia de la vergüenza y la inmortalidad son, en realidad, las diferentes caras de una misma realidad y esta es la de volverse humanos. Esta es mi tesis: inmortales, Adán y Eva llevan una vida a-humana: el suyo es un universo sin significación en el que todo, como advierte George P. Fletcher,15 aparece indiferenciado. Es algo parecido a las imágenes que, según uno se imagina, por instantes quedan impresas en la retina de una mosca. Allí no hay sorpresas, es un universo donde no habita la suerte porque en él los hechos y las cosas resultan irrelevante. El cruce de dos senderos o el ángulo que forman dos muros convergentes son, en el laberinto, el desierto y ahora también en el Paraíso, formas idénticas a otros muros y esquinas infinitas. Qué importancia tiene deambular hacia el Este o el Oeste si igual continuaremos extraviados?
9 Emma Zunz , El Aleph 1949 (p. 564.)
10 Artificios, 1944 (p. 491)
11 El tema del traidor y del héroe, Artificios 1944 (p.496.)
12 Le debo esta idea a Laura Roteta.
13 Mark Twain, Letters From the Earth en The Bible According to Mark Twain, 1995 Touchstone, p. 218 y ss.
14 Una interesante polémica en torno a esta cuestión es la que sostuvieron George P. Fletcher y Herbert Morris. (En el Law review Association of Quinnipiac University School of Law, Vol. 22, No 1, 2003) En esta discusión, George Fletcher piensa que Dios era hermafrodita como lo era Adán y que la aparición de Eva del costado –no de la costilla- de Adán y el acto de desobedecer expuso al último al mundo de las diferencias (Thinking About Eden: A tribute to Herbert Morris, op. cit. p. 1-21.) Es la conciencia de estas diferencias lo que genera en ellos la vergüenza que los mueve a cubrirse con la célebres hojas de parra. Morris, en cambio, piensa que el episodio revela el acto de conocer la realidad de una manera especial. El acto de desobediencia y comer del Árbol de la Sabiduría, significa ingresar al mundo del significado y por lo tanto, a reino del Bien y el Mal y a la consiguiente pérdida de la inocencia. (Ver Herbert Morris, Sex, Shame and Assorted Other Topics, loc. cit. p. 123-127. En realidad, Morris retoma aquí la misma posición que adoptara en su articulo Lost Innocence, en On Guilt and Innocence: Essays in Legal Philosophy and Moral Psychology, 1976, University of California, 139-161.)
15 George P. Fletcher, Thinking About Eden: A Tribute to Herbert Morris en The Law Review Association of Quinnipiac, cit, p. 1-21.
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De la misma manera, para Adán y Eva inmortales, no hay nada a lo cual atribuir un significado porque en sus vidas no hay diferencias. Ellos desconocen la diferencia entre el Bien y el Mal y no alcanzan a diferenciar sus propios géneros. Es el hecho irrevocable de comer del Árbol lo que modifica drásticamente el escenario: Adán y Eva han perdido la inocencia y ahora están condenados a ser mortales, humanos, personas. Como tales, captan (o construyen) diferencias y esto no es sino nacer al mundo y sus significados. En este mundo, experimentan vergüenza cuando advierten que son observados como seres diferentes, como un hombre y una mujer.16 Así, como se afirma que la culpa revela que alguien nos escucha, la vergüenza nace con la percepción de que somos objeto de la inoportuna observación de otro.17
A primera vista, esta versión resulta contra-intuitiva porque equipara a Adán y Eva, inmortales, a dos seres cercanos a los animales que ven elevada su condición con la desobediencia. La tesis, en efecto, es el escasamente debatido atractivo de la promesa de una vida eterna. Pero el objeto de esta promesa no estriba, en sentido estricto, simplemente en nuestra inmortalidad: en tu inmortalidad y mí inmortalidad. Mas vale, la promesa sólo puede estar referida a la eternidad de algún ser cuyas propiedades no guardan la menor similitud con las nuestras. En su versión cristiana, por ejemplo, este ser vive en el éxtasis de la presencia de Dios. Yace en el goce contemplativo que nos ha sido negado en la vida terrenal, tal y como la conocemos, o en la posesión de dones y talentos que no nos han sido dados aquí, en la Tierra. Subrayo entonces la obviedad de que la criatura que habita ese lugar prometido no sólo no somos tu o yo sino que no es siquiera remotamente parecido a nosotros. Quien nos expone a este hecho es la narrativa de Mark Twain18 cuando le hace advertir a Lucifer lo extraña que es la idea del Paraíso. En él gozaremos de algo que aquí nos resulta tan insoportable como lo es el escenario –para alguien como tu y yo- de millones de harpas que entonan himnos al unísono (o quizá un sólo un himno) y para siempre. No es ningún evento que cualquiera de nosotros consideraría atractivo aquí como lo son los goces culinarios y el sexo. Nada optimista por cierto, yo pienso que este ser tiene que parecerse por fuerza a Adán y Eva antes de su expulsión del Paraíso. En mi propia versión, este ser es algo muy parecido a un animal.
Para advertir que no somos tu o yo los que están allí, la vida eterna es en realidad una vida nueva y cuyas circunstancias generan seres capaces de placeres radicalmente diferentes de la satisfacción de los deseos que albergamos en la Tierra. La vida eterna es, por fuerza, una existencia muy disímil a nuestra existencia actual; comienza inmediatamente después de la muerte y se desarrolla en ese mundo ideal. Las diferentes circunstancias de este mundo pueden invitarnos a ser más activos que contemplativos o viceversa, pero la sola ausencia del Mal me induce a sostener que estos seres que somos tu y yo no podríamos estar allí. Allí, los habitantes son drásticamente diferentes a ti y a mi por la simple razón de que el medio en que se encuentran torna imposible la subsistencia de lo que consideramos un carácter o algo similar a él. Donde reinan, eternas
16 Bernard Williams describe esta experiencia así: "La experiencia básica conectada con la vergüenza es la de ser vistos, inapropiadamente, por la gente que no debería estar viéndonos, en la condicion equivocada. Esta directamente conectada con la desnudez (Bernard Williams, Shame and Necessity, 1993 California, p. 78.
17 Bernard Williams, Shame and Necessity loc. cit.
18 Mark Twain, Letters From the Earth, Editado por Bernard DeVoto, 1938, Fawcett World Library, p. 11 y ss.
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e inalterables, la paz y la armonía, sería inexplicable cultivar un carácter como el que logramos desplegar aquí. Este carácter es fruto de lo inestable de la existencia terrena y la contrariedad, y está precisamente diseñado para compensarlas o anularlas. En el Paraíso, no hay lugar para virtudes como la abnegación y el coraje. Allí tampoco podemos forjar ideales y principios que gobiernan nuestra vida aquí porque estos están pergeñados por nosotros mismos para compelernos a denunciar y corregir injusticias. Pero allí no hay nada por corregir o enmendar y, por cierto, tampoco qué defender. Tal y como se nos presentan las cosas, estas propiedades son útiles aquí y ahora, porque el mundo en que vivimos dista mucho del celestial. A diferencia del infinito en el que todo resulta indiferente, nuestro mundo está teñido, enseña Borges, por la traición y la violencia entre otras cosas.
Si el panorama que acabo de sugerir resulta convincente, él me fuerza a puntualizar que la inmortalidad de la que hablo se basa en una doble y caprichosa creencia. La primera parte consiste en la inmortalidad. Es necesario complementar esta creencia con otra relativa a una nueva naturaleza "humana" y para la cual la eternidad no sólo resultará tolerable sino, también, feliz. Es por esto último que parece ser que los placeres del Paraíso descansan sobre cierta fantasía relativa a quienes llegaremos a ser después de la muerte. Se trata de una imagen construida a partir de placeres diferentes de (y quizá opuestos a) aquellos que desearíamos nos fueran dispensados ahora aquí. Es por esto importante puntualizar que la inmortalidad que me interesa discutir aquí es la de alguien como tú y yo (o algo cercano a nosotros) y que la inmortalidad en cuestión es entonces, de alguna manera, tu inmortalidad y mí inmortalidad. Es, con otras palabras, la inmortalidad de nuestro carácter sobre el cual pienso como mortal, un hecho que no estoy en condiciones de eludir.
Mi tesis es que resulta imposible concebir mi inmortalidad y la tuya y que sólo puedo razonablemente imaginar una clase de inmortalidad a la manera de las religiones occidentales que acabo de mencionar: seres cuyos goces no tienen nada que ver con los nuestros. Son también entidades desprovistas de un carácter en el sentido que le damos de ordinario aquí en la tierra. A mi me interesa la eternidad pero, más concretamente entonces, la eternidad de un ser cuyo carácter se proyecta en el tiempo. Pero es necesario anticipar, no obstante, que la mera empresa de imaginar la eternidad no es cuestión una sencilla porque obliga a esclarecer la cuestión obvia de por qué no ocurre nunca la muerte. Hay varias posibles respuestas a este interrogante pero en los esencial sólo pueden referirse a cierto comportamiento del tiempo o a la incorruptibilidad de nuestro cuerpo, mente o ambos. La respuesta debe decirnos entonces algo como: 1. porque el tiempo deja de transcurrir, 2. Por que nuestro cuerpo no se deteriora con el paso del tiempo. A su vez, lo último admite dos posibilidades que son: (a) porque no enfrentamos nunca situaciones donde la destrucción física y mental son posibles, (b) porque, si alguna vez destruidos, tenemos la virtud de regenerarnos para retornar a la existencia con el mismo cuerpo y la misma mente, o por lo menos sólo la última. Obviamente, respecto de esta cuestión, hay problemas con nuestra identidad porque para ser yo eternamente hace falta que aquello que le sucede a alguien que emerge de un cubo de hielo o que renace de sus propias cenizas, es algo que, de acuerdo con algún criterio razonable sobre la identidad, tiene que sucederme a mi. Si esto le sucede a otro, no es por cierto una cuestión relativa a la eternidad que considero relevante (y que es mi propia eternidad)
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sino, en el mejor de los casos, a seres sucesivos y diferentes; en el peor, entonces, a un ser tan inmaterial (o impersonal) como lo son un número o una idea.
Supongamos, entonces, que al renacer una y otra vez, es con mi mismo cuerpo y mente o, al menos, con la última. Si hay una cierta desconexión entre el nuevo ser y yo, entonces la vida no será ya mi vida ni, por lo tanto, eterna en el sentido que me interesa aquí. En ese caso se trataría, en realidad, de una serie de vidas. Obviamente, de vidas sucesivas, finitas y, por lo tanto, diferentes unas de otras. De modo que, insisto, para que la idea de la eternidad resulte interesante dentro de los límites que he trazado, los que perduramos tenemos que ser tu y yo, y poseedores de cierto carácter que nos hace humanos. Esto último, intento demostrarlo, es conceptualmente imposible.
Cómo podría ser mi inmortalidad? Podemos concebir el infinito tanto por lo extenso como por lo ínfimo (según Borges, también por lo insignificante.) Lo primero es lo interminable, lo eterno. El Universo desde el cual resulta inconcebible arrojar un objeto fuera de sus confines. Lo último, en cambio, es lo que subdividimos interminablemente. Se me ocurren unas pocas versiones sobre como podría ser yo, inmortal: la primera consistiría en una vida en que la que, de alguna manera, el tiempo dejara de transcurrir: puedo tener 23, 45 o 102 años cuando el tiempo se detiene, se congela en un instante19 ; la segunda es la inmortalidad de la vida eterna, la interminable planicie. Esto último puede reconocer sub-versiones. La primera es la de revivir, para siempre, un día, un mes o una semana. Se trataría de ciclos temporales que se repiten conforme con el símbolo de la rueda y la serpiente en Los Teólogos20 o la víbora que muerde su propia cola. La segunda alternativa consiste en poseer un organismo cuyas células se regeneran de modo tal que nos impiden decaer. Para esta última tesis, el tiempo continúa transcurriendo pero, merced a algún proceso de magia biológica, mi cuerpo se mantiene inalterado como el de Dorian Gray cuyo retrato envejece por él. Las razones que doy me fuerzan a rechazar la idea de los ciclos que se repiten para terminar por escoger este último modelo, el del tiempo unilineal o plano, o algo parecido.
Puedo adoptar una tesis semejante a la de Aquiles y la tortuga para demostrar que ninguno de los dos puede morir antes que el otro. La única diferencia con la paradoja de la carrera en la que Aquiles nunca pasa a la tortuga a consecuencia de subdividir el espacio infinitamente, la operación que ahora realizo es con el tiempo. Esto me permitiría inmortalizar a Aquiles ya que, al subdividir el tiempo de la carrera que ha emprendido con la tortuga, este tiempo queda congelado para siempre en un instante. Pero en esta hipótesis, la vida ( la vida y el carácter) resulta imposible por definición. Para decirlo con palabras del propio Borges: "Es imposible que en ochocientos años de tiempo transcurra un plazo de catorce minutos, porque antes es obligatorio que hayan pasado siete, y antes de siete, tres minutos, y antes de tres y medio, y antes de tres y medio, un minuto y tres cuartos y así infinitamente, de manera que los catorce minutos nunca se cumplen. …"21 Descarto entonces de antemano la hipótesis del tiempo infinitesimal.
19 Este seria el caso del personaje de Borges, Jaromir Hladíc, que logra detener el instante en que los gatillos de las armas del pelotón de fusilamiento ya han sido jalados (El Milagro Secreto, Ficciones, 1944 (p. 508.)
20 El Aleph, 1949 (p. 550)
21 Historia de la eternidad, 1936 (p. 354.)
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Supongamos ahora que los lapsos de tiempo no son infinitamente breves sino más o menos extensos y estos lapsos –ahora son ciclos- se suceden infinitamente: una semana, un mes, un año. Recordemos también que para que sean la propia vida las que se reitera –la tuya o la mía- debe haber alguna conexión entre las personas que protagonizan los ciclos sucesivos. Esto quiere decir que aquel que aparece la semana que viene tengo que ser yo. Por esta razón, tal y como conocemos las mentes y su relación con nuestra identidad, esta vida es orgánicamente cíclica –mi cuerpo se rehace infinitamente- pero tiene que ser también, mentalmente, unilineal. Si mi memoria se mantiene luego de concluido cada ciclo, acumularé recuerdos infinitamente. Uno vive una y otra vez un minuto, día o un año. Es el caso de Elina Makropulos, de quien se ocupa Bernard Williams.22 Si bien Makropulos lleva mas de trescientos años de vida, esta vida ha comenzado a ser la de una mujer de una precisa edad, digamos treinta y ocho años.23 La vida no sólo pasaría a ser indescriptiblemente tediosa24 sino, también, carente de sentido. El tedio, que expresa nuestra relación con lo que nos rodea, acabaría con cualquier entusiasmo –por más débil que sea- y es por ese motivo que, en el caso que describe Bernard Williams,25 Elina Makropulus opta así por terminar al rehusarse a ingerir una vez más la pócima mágica que la hace inmortal. Respecto de Makropulos o alguien como ella caben dos posibilidades. La primera es cíclica y la segunda no, en ella el tiempo es plano, unilineal.
No veo la manera en que la tesis de los ciclos pueda ser posible. Para que lo idea sea, es necesario que cada ciclo (supongamos que es de un año) comience allí adonde se inició el anterior. Que, transcurrido el año, Makropulos vuelva a vivir cada circunstancia por la que atravesó durante el ciclo anterior. Pero si ella tiene conciencia de repetir el ciclo anterior (y el anterior al anterior….) qué podría mover a Makropulos a actuar? Para qué hacer algo? Es a lo mejor en algo así que piensa Borges en El Inmortal26 cuando describe a los inmortales como aquellos que han comprendido la futilidad de toda acción externa y a quienes sólo les queda el refugio de su propio mundo interior. De qué me vale realizar el esfuerzo más minúsculo si, haga lo que yo haga, habré de retornar inexorablemente al punto donde se originó el ciclo (y el anterior, y el anterior al anterior, y el anterior al anterior del anterior…) Es fácil advertir que el nuevo ciclo no podría recomenzar allí donde quedé al finalizar el ciclo anterior. Esto significaría negar la existencia misma de los ciclos para caer en la tesis lineal de la inmortalidad. Tampoco es plausible desconectar los seres que protagonizan cada ciclo. Esto daría por tierra con la exigencia de que siempre seas tu o yo el que renace pero en el desconocimiento de mi pasado. Respecto de mi, en este último caso, cada ciclo sería conclusivo: uno viviría un vida plena de un año (un mes, un día) según la estipulación acerca de la duración de cada ciclo. Se podría pensar que esta última cuestión cambiaría si un tercero, testigo de mi vida en el ciclo anterior, me recordase lo ocurrido durante el período anterior que ha presenciado. El problema con esto es que, si le creemos a este tercero, su testimonio nos conduciría a una situación equivalente a aquella en que conserváramos la memoria del
22 Ver, Bernard Williams, The Makropulos Case: Reflections on the Tedium of Immortality, en Problems of the Self, 1976 Cambridge, p. 82-100.
23 Idem.
24 Bernard Williams, op. cit.
25 Ver, Bernard Williams, op. cit. p. 82-100.
26 El inmortal, El Aleph (1949), p. 533 y ss.
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ciclo anterior. Concluiremos, una vez más, por aceptar la futilidad de emprender cualquier acción.
Es difícil pensar en la plausibilidad de alguna versión de los ciclos con o sin desconexiones de modo que ahora solo queda en pie la versión de la vida unilineal. Una existencia que, de alguna manera, se extiende para siempre. Para admitir esto, supongamos que, por alguna razón, nuestros cuerpos no se deterioran ni corren peligro de destrucción. Es cierto que el mundo sería en este caso diferente de aquel en que tu y yo formamos nuestro carácter. Cabe preguntar entonces si podemos ser esas personas que creemos que somos en un mundo que no es celestial pero tampoco el infierno. Yo pienso que no, que tendríamos que ser necesariamente una de estas dos últimas cosas.
Nuestra existencia humana, tal y como la conocemos (parecida a una vida como la tuya y la mía), está caracterizada por la vigencia de vinculaciones internas y externas que la limitan pero que también le proveen sustancia humana: de ellas surgen placeres y padecimientos. En cuanto a las vinculaciones internas, nos mueven y limitan compromisos para con nosotros mismos27 y que se conectan con ideales de excelencia, con la búsqueda de perfección en la actividad que desarrollamos y con prácticas y goces cotidianos. En el ámbito externo, mantenemos toda clase de relaciones con otros seres y estas nos identifican en una medida considerable. Mostramos un fuerte apego por personas, creencias metafísicas e ideales sociales y políticos. Pero en la eternidad, nada de esto se sostendría y estas relaciones no podrían ser ni parecidas a las que conocemos.
En cuanto a la primera cuestión, cada uno de nosotros mantiene un interés en pulir ciertos talentos y refinar nuestras percepciones: lo primero exige cierta auto-limitación que llamamos disciplina. En cuanto a los últimos, es difícil pensar en mejorar nuestro oído musical sin imponernos cierto aislamiento. Una y otra actividad exigen compromisos respecto de los cuales somos tanto acreedores como deudores. Sopesados en la eternidad, estos compromisos serían algo parecido a la esclavitud en la medida en que comportan la insatisfacción de algún deseo que se mantendría vivo para siempre. Sería algo parecido a vendernos como esclavos. Muchas, veces, se trataría de un deseo intenso y constante. Una cosa es privarme de alcohol, de ingerir azúcar o practicar alguna actividad durante treinta o cuarenta años y otra diferente es privarme de de alguna de estas cosas por toda la eternidad. En este último caso, cualquier restricción a mi voluntad parece insoportable. Millones de millones de años inhibido de satisfacer un deseo parece una empresa inconmensurablemente penosa, cuya superación debería provenir de eliminar el deseo como lo propicia la doctrina budista –si es que esto es posible- o renunciar a alguna vez a su satisfacción. En On Liberty, Mill nos prohíbe vendernos como esclavos sobre la base de que semejante imposición sobre nosotros mismos comportaría abandonar la libertad ya que si esta no incurre en la paradoja de negarse a si misma, en el tiempo, esta debe estar abierta al cambio.28 Esta prohibición cobraría aún más sentido en la eternidad. De semejante experiencia sólo podría resultar el abandono de todos los deseos a cuya satisfacción renunciamos en la Tierra y con ello, el abandono de todo compromiso conmigo mismo.
27 Thomas Nagel, Death, en Mortal Questions, cit. p. 1.
28 John Stuart Mill, Utilitarianism, On Liberty, Ed. por Mary Warnock, 1962, p. 235-6.
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Alguien podría sostener que la cuestión que acabo de plantear es sólo contingente. Que podríamos eludir esta situación mediante el expediente de imponerme plazos cuyo vencimiento me permitiría cancelar la vigencia del compromiso o restricción. Veo dos objeciones contra esta posible solución. La primera radica en que muchos de estos compromisos tienen que ver con nuestra identidad. Nacen con ideales y principios que juzgamos muy valiosos para nuestra vida. La restricción de abandonar a un hijo de pocos meses de edad o a nuestro cónyuge enfermo para satisfacer un placer pasajero no es meramente una cuestión de gustos. Está, más vale, apoyada en nuestra identidad y surge de esta identidad. De esta manera, la imposición de plazos de caducidad de principios, ideales y compromisos no podría sino ser atentatorios contra esta identidad: contra el hecho de que seas tu o yo quienes restringen su vida imponiéndose restricciones a término. Qué clase de ideal es aquel que sólo nos compromete por cierto tiempo: ser leal a mi familia por sólo treinta años? Patriota por 450? Que cosa sería esa de sustentar principios perecederos? Hay algo extraño respecto de la sola mención de esta solución porque los deseos más fuertes en la vida son aquellos que no están condicionados.29 La fuerza de estos principios yace, precisamente, en su incondicionalidad; su fuerza surge de que el designio de atenernos a ellos es incondicional. Por ejemplo, una persona valiente ha cultivado su carácter a costa de frenar el impulso natural y auto-referente de preservarse con el propósito de satisfacer intereses y deseos de otros; este individuo está dispuesto a soportar el peligro a favor de otros y de un futuro mejor. Esta persona puede llegar a entregar su vida finita y que es todo lo que posee30 y algo semejante ocurre con la persona generosa. Ambos han cultivado su carácter de modo tal que esto es precisamente lo que son. Es posible, acaso, atribuirle a este carácter algun plazo o condición que lisa y llanamente no lo desnaturalice? Qué clase de creencias puede sustentar este carácter si está supeditado al transcurso de 15, 50 ó 303 años? Sólo puedo pensar que una decision semejante tuvo que originarse en un carácter que, de manera paradójica, no es valiente ni generoso. Quizá pero este ya no es el carácter en cuestión sino, más vale, algo asi como un carácter "mparcial," capaz de medir el costo de ser de tal o cual manera para establecer un término que ponga fin a las desventajas correspondientes. Pero este carácter "imparcial" es, en realidad, el de alguien que no le ve el real sentido a ser de esta u otra manera. Se trata, simpliciter, de un no-carácter. La persona valiente mantiene un deseo incondicional de ser como es ahora. De la misma manera, el deseo de Cervantes de escribir, cabe especular, no estaba condicionado a otras acciones, eventos, plazos, o a la satisfacción de deseos como su éxito comercial, o a su situación familiar, etc. Cervantes quería escribir novelas con el costo que esto podría implicar. Ahora, piensen en Cervantes imponiéndose plazos para renovar su compromiso. Es un contrasentido como lo sugiere Hannah Arendt31 quien, con cita del Dante, nos hace ver que las acciones humanas son irretractables porque expresan la manera que somos en tanto seres únicos. Como seríamos tu y yo a lo largo de 3,000,000 de años, luego de renovar nuestros compromisos cada 300 ó 400?
Pero hay una segunda cuestión respecto de los compromisos renovables. Esta radicaría en que, si son centrales en nuestra vida, al modificarse estos compromisos, se
29 Bernard Williams los llama deseos categóricos. Op. loc. cit.
30 Ver Arthur Schpenhauer, Parerga and Paralipomena, T2, Trad. al ingles por E. F. J. Payne, 1974 Clarendon, p. 205.
31 Hannah Arendt, The Human Condition, 1958 Chicago, p. 175.
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modificaría la dirección misma de esta vida. Esto no quiere decir que no podemos alterar nuestros compromisos sino, más vale, que ellos se vería desnaturalizados si entreviésemos, al contraerlos, que sería modificados. Gaugin no podría ser quien fue si supiese que él podría o estaría dispuesto a optar por ser dentista y Luís Pasteur, por oficiar de agente de bolsa o competir en los 100 metros llanos. El compromiso de Gaugin tuvo que haber sido asumido para siempre. Es difícil pensar que es posible que no hubiese sido así si pretendemos también satisfacer una mínima noción de identidad. Que yo siga siendo yo a través del tiempo. Hasta qué punto somos nuestros ideales y compromisos, es un tema abierto pero el merece, por cierto, una cuidadosa consideración. Si uno piensa como Jeremy Bentham y sus seguidores utilitaristas, tiene que ponerle algún límite al periodo de tiempo en que la felicidad de otros resulta relevante para justificar moralmente lo que hacemos. En la versión utilitarista tradicional, la satisfacción de la felicidad tiene por fin satisfacer nuestros deseos a lo largo de la vida de cada uno. En la eternidad, resulta imposible identificar estos deseos. Por último, en la eternidad desaparecerían los deseos mas importantes en nuestra vida y que son los deseos incondicionales o categóricos. Son aquellos deseos que no dependen del cumplimiento de una condición cualquiera. Podría desear actividades y objetos que son fundamentales en mi vida porque la impelen hacia el futuro.32 Todas estas cuestiones revelan que, en la eternidad, desaparecerían nuestros deseos absolutos y también nuestros compromisos internos.
El tema pasa a ser ahora nuestra relación con los demás. Es dable sostener que nuestros compromisos respecto de terceros individuos -y de entidades que involucran a terceros- son semejantes (o aún más fuertes) que aquellos que contraemos respecto de nosotros mismos. Pero hay algo respecto de nuestra relación con terceros que no yaca en compromiso. En el infinito, la vida puede ser tolerable solamente en cierta situación de igualdad. Resultaría insoportable pensar que otros gozan para siempre talentos, dones y bienes de los que otros carecen. O, al revés, parecería intolerable ser víctima de alguna desventaja o discapacidad, o padecer enfermedades. Además, a través de los tiempos, es imposible pensar en una mínima armonía donde tiene que reinar, por fuerza, la envidia. Esta igualdad requerida puede ser pensada de dos maneras diferentes. La primera consiste en cierta paridad entre individuos, que se mantiene para siempre. La segunda, sería una igualad a lo largo de un cierto período de tiempo. Por esto me refiero a un sistema de introducir cambios que, a la larga y como resultado, nos colocan a todos en un plano similar. En el primer caso, el mundo de iguales en el cual nadie (o todos) padece de enfermedades o defectos puede ser sólo el cielo o el infierno. Pero, en que plazo se produciría esta igualación? Esta cuestión está lejos de ser trivial ya que no hay acciones o actividades que produzcan un mínimo impacto sin crear desigualdades. Todo lo que ingiero es algo de lo que privo a los demás y cada acción que ejecuto me hace mejor, peor o mas completo que cada uno de ellos. Esto nos llevaría a que las acciones deban observar ciclos en los cuales algunos hacemos lo que otros hicieron en el ciclo anterior. Esto nos lleva una vez más al dilema de los ciclos que señalé mas temprano. Que conciencia mantendríamos de los ciclos anteriores?
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32 Bernard Williams, Moral Luck, en Moral Luck cit, p.20.
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Quedan, sin duda, una cuantas perplejidades por resolver. Con todo, no puedo imaginar un mundo de seres eternos poseedores de un carácter: de ciertos principios, compromisos y restricciones que marcan un rumo en la vida de cada uno. Por esta razón, sin carácter, seremos inmortales como Adán y Eva antes de su expulsión del paraíso. Con otras palabras, nadie puede habitar el paraíso que no sea a-humano. y a la inversa, no hay lugar donde vivir para siempre que no sea el Cielo o el Infierno en donde toda acción humana resulta irrelevante. En el cielo sólo pueden existir seres dotados de algún psiquismo pero sin un carácter.
Pienso que este panorama es el que debe haber imaginado Jorge Luis Borges al escribir El Inmortal.33 El ser eterno a quien se refiere, no escribe, no crea. Como todos sus congéneres, ha cesado de comunicarse. Se mantiene, en definitiva, en un estado feral. Es un ser que, "ha comprendido la futilidad de la acción" y con ella, se ha refugiado en su propio interior en el cual no hay, como no lo hay en Funes el Memorioso34 , siquiera un lenguaje que permita el pensamiento. Es de estas consideraciones que infiero que, después del acto de desobediencia, Adán y Eva han aprendido que sólo tienen por delante un tiempo de vida limitado y de este tiempo pende el mundo que aprenden a crearse con los significados que dependen de su propia mortalidad. Antes, eran sólo como El Inmortal.

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